Un viaje a Sanlúcar en el tren de las viñas
Cuentan que Zucarí era una joven gitana insolentemente guapa y Manuel un vinatero jerezano perteneciente a una de las familias patricias de la ciudad que quedó prendado, no sólo de la belleza y los ojos verdes esmeralda de la muchacha, sino también embelesado con su rostro resplandeciente, su prestancia de reina y de una expresión que chorreaba salero y a la vez una dulzura que justificaba a todas luces su nombre, una derivación de “azucarillo”. Se sabe que, pese al tono belicoso que ocasionó su juntura y a los tejemanejes que se montaron en parte de sus dos familias, los dos enamorados vivieron un verano delicioso en una viña de Macharnudo, enredados como hacen las zarzas por los vallaos y que la última semana de agosto decidieron pasar unos días en una casa veraniega de Sanlúcar, refrescarse con el aire salobre de la playa y presenciar las carreras de caballos, a las que era muy aficionado el bodeguero.
Dicen que la joven gitana se quedó casi sin habla al contemplar la edificación colosal de la estación de ferrocarriles de Jerez y sus cinco esbeltas torres coronadas con azulejos vidriados de color verde que descollaban por el brillo del sol agosteño. También que cuando llegó el arcén para acceder a uno de los vagones del tren del Oeste y lo vio estacionado, con su maquina negra echando humos por todas partes, le dijo a su amado: Manué, este tren parece tan romántico que dan ganas de enamorarse. Zucarí iba encantada de la vida y tan perfumada y arreglada que hasta quitaba el hipo. Muy presumida, se fijó en que las plataformas de aquella estación que parecía un torbellino, un enjambre de personas que se movían de aquí para allá, de un anden a otro cargadas con bultos y maletas. Un bullicio que descubrió anteriormente en la escalerilla de acceso, donde se apretujaban vendedores ambulantes de toda clase de víveres, tabacos y de chucherías para los chiquillos como altramuces, barritas de paloduz y hasta caramelos pirulís y de arropías.
Los apegados pasajeros se acomodaron en el único vagón de primera, querían disfrutar del suave vaivén de aquel tren, que era como de juguete, pero, sobre todo, contemplar el hermoso paisaje de su recorrido, que Manuel adelantó a su gitana que era “cómo si se tratara de cuento, de un viaje entre cepas, racimos verdes y colinas blancas, como una película de casi dos horas”. Y fue cierto el vaticinio del enólogo, porque el recorrido de veintitrés kilómetros se convirtió en una delicia, en un paseo a través de un paisaje saturado de viñedos, una excursión por parajes primorosos que no paraban de mostrarles sus rebosantes racimos, pero no verdes, sino dorados y a punto de reventar de tanta luz y de tanto sol.
Cuando aquel precioso tren echó a andar muy “despacito” y atravesó el puente de Cádiz, la locomotora comenzó a pitar y a soltar humo con algo de carbonilla y serpenteó para cruzar el barrio de San Telmo, desde el que pudieron contemplar una de las mejores vistas de Jerez.
Tras una breve parada en el apeadero de La Alcubilla, donde se sumaron al pasaje varios jornaleros y arrumbadores de bodega, el convoy continuó su trajín fundiéndose definitivamente entre las vides y los vericuetos idílicos de sus cepas. Los dos amantes sintieron cómo, al entrar en las tierras del pago de Balbaína, los vagones se retorcían alegres y cruzaban la carretera por su paso a nivel a la altura de la Venta Los Naranjos, un lugar de encuentro de la gente del campo, usado bien para tomar el aguardientes mañanero o para adquirir pequeños aperos como azuelas, lámparas de carburo o cántaros rambleños, “con los que la gente humilde de estos lares pueden refrescar sus gargantas, siempre secas por el dichoso viento de levante”, le contó Manuel a la muchacha que sintió un nuevo picotazo en el corazón.
Humeante, el delicioso tren sanluqueño se adentró aún más entre la espesura de las parras que tocaban con sus pámpanos casi el borde de las ventanillas. Alcanzó el pago de Añina esquivando la cuesta del León y paró un ratito en la estación de Las Tablas, una aldea de colonos, de gente llana y sencilla que cuidaban con esmero sus jardines, donde predominaban las madreselvas, con un intenso aroma de entre canela y limón. Las hojas de las cepas, algo arrugadas y vencidas por el calor del verano, saludaban a los vagones repletos de viajeros, que se asomaban por las estrechas ventanillas admirando el panorama de los cerros blancos, el peinado de las parras y, a lo lejos, los campos agostados de los trigos.
El simpático trenecillo seguía con su permanente bamboleo y pitaba alegremente “piiiii ... piiiii... chucu... chucu... chu… piiiii.... piiiii”.
-Manuel, el recorrido por estos viñedos es tan hermoso, que deberíais promocionarlo, enseñarlo a los turistas que visitan tu bodega. Se quedarían estupefactos y con la boca abierta mirando todo esto: ¡no me dijiste que la película era en cinemascope! -el enólogo sonrió ante la ocurrencia de su amada, mientras una bandada de gorriones se cruzaba por delante del tren y seguramente en busca de racimos maduros. - Sí, Zucarí, los visitantes de nuestras bodegas deberían conocer los viñedos, disfrutarían contemplando la claridad y la limpieza de estos cielos, apreciarían la opulencia de los racimos que cuelgan tan cuajados de frutas, podrían tocarlos y probar el dulzor de sus uvas, emocionarse al pasear por los carriles y casi bailar cuando pisaran las uvas en un lagar. Resbalarse de alegría cuando toquen con sus pies desnudos el mosto dulzón. -Y podrían escuchar el piar de los pájaros, oler el aroma dulce del hinojo y de la hierba recién mojada después del paso de una tormenta- dicen que suspiró la gitana, que no paraba de sentir llamaradas ante tanta belleza, como fuegos artificiales por dentro. Mientras, el bodeguero se la comía figuradamente con los ojos y le decía que los visitantes, entonces, sabrían valorar todo lo nuestro más y mejor y podrían contarle al mundo la auténtica realidad y el sentido íntimo del vino de Jerez, lo qué es el fruto de la tierra y el valor que le añade el sol. Y que después añadió: “Para vender bien un vino, Zucarí, hay que llenarlo de sentimientos, de romanticismo y todo eso se encuentra en el viñedo, en su terruño". "¡No, Manuel, hay que llenarlo de amor!", le respondió la muchacha.
El tren seguía por su camino de hierro dejando atrás la cuesta del Cerro del León. Viajaba tan despacio en ese tramo de la ruta, que algunos mozos eran capaces de saltar los tres escalones de sus vagones, recoger uno o dos racimos gordos de uva de una cepa y saltar de nuevo al vagón de cola, mientras los demás pasajeros cantaban de chufla: “Me tomo media botella a costa del revisor”.
Y la máquina seguía echando humo del bueno y hacía el último esfuerzo por alcanzar la cota mayor del recorrido. Atravesaron los inmensos llanos de los cortijos Montana y El Alijar, salvaron la curva de Alijarillo, sembradas de garbanzos y sortearon el último paso a nivel, el de “Sanluquilla el Viejo”, un caserón rojo almagra, desde el que divisaron la torre mudéjar de la Parroquia Mayor y la veleta de La Iglesia de la Caridad. Vislumbraron los primeros tejados de las bodegas del barrio Alto y las puntas de las esbeltas araucarias que recortaban el impecable azul del cielo agosteño. Era la ciudad de Sanlúcar, donde al instante, una buena racha de viento de poniente, una salerosa marejadilla, refrescó el rostro de Zucarí, que comentó: "¡pero qué bien se respira aquí, qué aire tan fresquito!", y acercándose tiernamente al oído de Manuel, le azuzó: "gracias por traerme en este maravilloso tren a Sanlúcar, Manuel, a todas luces ha sido como el paseo por un jardín lleno de amores, algo que me ha dado de pleno en mi corazón. Estoy muy enamorada de ti y de la viña de Jerez".
Y dicen que, en ese viaje y con ese amor, Zucarí y Manuel inventaron ese día el enoturismo y las visitas guiadas a los majestuosos viñedos jerezanos.